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miércoles, 29 de junio de 2016

La bruja del bosque

Notaba cómo se iba acercando.  La anciana salió de su choza en las profundidades del bosque y observó a su alrededor.  Cerró los ojos y escuchó.  Los animales le informaban cuando algo iba mal.  El piar de los pájaros la alertaba de que algo no estaba bien.  El aire estaba enrarecido, los árboles se agitaban nerviosos sintiendo la inminente presencia.  La naturaleza hablaba si sabías escucharla.  Volvió al interior de su cabaña y cogió una cesta, se abrigó con un manto de lana y se dispuso a salir.  Necesitaba ingredientes para su ritual.  
Se encaminó hacia lo más profundo del bosque.  Su gato, aquel animal que no se separaba nunca de ella, la siguió maullando de vez en cuando.  No le gustaba alejarse de la cabaña, él también intuía lo que se acercaba.  Deambuló por el bosque recolectando las plantas que necesitaba, todas protectoras y para alejar los malos espíritus. Verbena, ruda, salvia... Había otras que necesitaba, pero estaban demasiado lejos y no había tiempo, debía tenerlo todo preparado antes del anochecer.  Un grupo de jóvenes había estado tonteando con la magia la noche anterior y habían atraido sin saberlo algo maligno.  En cuanto el sol cayera, se acercaría al poblado, entraría en las casas y se adueñaría de todas las almas que pudiera.  Ella quería evitarlo.  Los aldeanos nunca la habían tratado bien, la despreciaban, la insultaban y le lanzaban comida podrida al verla llamandola vieja bruja.  Temían lo que no comprendían.  Ella nunca había hecho daño a nadie, vivía en el bosque sin acercarse a ellos más de lo que necesitaba.  Incluso eran ellos los que alguna vez le habían pedido ayuda, cuando algo malo les ocurría, pero luego la abandonaban casi sin agradecerle sus sabios conocimientos.  Le pagaban y se alejaban como si ella fuera el mismo demonio.  Nada más lejos de la realidad, ella era una bruja de la naturaleza, sus conocimientos sobre plantas y remedios naturales la hacían muy valiosa a la hora de preservar la salud.  Sus rituales iban dedicados a la fuerza de los elementos, al sol, la luna, el fuego, el viento... a la madre tierra.  
Cuando tuvo todo lo necesario,  volvió a casa a recoger algunas cosas más.  Velas, un pequeño caldero, un pequeño puñal, sus amuletos, ... lo envolvió todo en  un trapo y lo metió en la cesta con las plantas.  Se encaminó al lugar en el que había visto a los jóvenes la noche anterior, un pequeño claro en el bosque.  Allí encontró velas tiradas por el suelo, inscripciones hechas con un palo arañando la tierra, y los restos de una gran hoguera.  Suspiró pensando en lo mucho que le habían complicado las cosas aquellos ingenuos chicos.  Sabía que la magia era muy peligrosa si no sabías usarla.  
Limpió el lugar con unas ramas a modo de escoba improvisada.  Colocó su caldero, sus velas en la posición adecuada, sus amuletos protectores y empezó a hacer pequeños ramitos con las plantas que había recolectado.  Cogió su cuchillo ritual y trazó un círculo protector a su alrededor empezando con sus oraciones a los elementos.  Fue encendiendo las velas a medida que las necesitaba y quemando los ramitos de plantas en su caldero.  Entonó una oración protectora a sus dioses pidiendo que alejasen al malvado espíritu del lugar y protegiesen a los aldeanos y a ella misma.  Estuvo lanzando hechizos de protección hasta que anocheció.  Un fuerte viento se levantó entonces amenazando con apagar sus velas y esparcir las cenizas de las plantas que había quemado, pero su círculo protector aguantaba.  Sentía la energía del espíritu en su piel, como finas agujas clavándose en ella, pero gracias a su círculo, no podía herirla realmente. Subió el tono de sus plegarias, cogiendo en su mano el amuleto en forma de pentáculo con inscripciones rúnicas y lo puso frente a ella, dirigiéndolo hacia el viento helado que amenazaba con destruir su espacio sagrado.  Gritó dolorida por la punzante energía del espíritu que maltrataba su piel.  El viento se fortaleció de repente haciéndola caer de rodillas para no derrumbarse. Pidió la fuerza de los elementos para enfrentarse a ese mal.  Cogió un puñado de las cenizas de su caldero y se las arrojó al espíritu.  Escuchó un grito elevarse por encima del sonido del viento.  Cogió otro puñado de cenizas y volvió a lanzárselas.  El espíritu volvió a soltar un grito lastimero y la fuerza del viento disminuyó.  No detuvo en ningún momento su ritual, no se dejó intimidar por la energía que llegaba a ella erizando su piel.  Se mantuvo fuerte y creyó en su magia, en el poder de la madre naturaleza.  La fuerza de su enemigo fue disminuyendo poco a poco.  Ella apenas podía mantenerse ya en pie. Eran muchos los años que contaba a sus espaldas, pero también eran muchos sus años de experiencia. No se iba a rendir y su enemigo ya reculaba.
Ya era bien entrada la noche cuando el espíritu se rindió.  El viento se detuvo y el aire dejó de parecerle asfixiante.  Respiró profundamente, estaba agotada.  Pero aun no había terminado.  Recogió su caldero con las cenizas de las plantas y vertió un poco de agua sobre ellas.  Guardó todo lo que había traido con ella y se encaminó al poblado.  Una vez allí, protegida por la oscuridad y sabiendo que todos dormían, se acercó a cada puerta y fue dibujando un símbolo protector con las cenizas remojadas, en cuanto se secasen caerían y nadie notaría nada, no quedaría ni rastro  de su paso por ahi.  
Pasó más de una hora cuando terminó.  Al llegar a su casa hizo lo mismo.  Ahora podía descansar.  El largo ritual la había dejado rendida.
Al día siguiente, cuando salió de su choza, vio pasar a un aldeano acompañado de sus dos hijos pequeños.  Soltó una maldición al verla, rodeando a sus niños con el brazo, y escupió al suelo en su dirección.  Ella suspiró y siguió con su trabajo.  Nada les haría cambiar nunca su manera de verla. 

martes, 28 de junio de 2016

Ibolya. Capítulo 2

Entró temblando en su casa.  Se quedó plantada en la entrada mientras sus padres se volvían alertados al oír abrirse la puerta.  Su madre soltó un suspiro que parecía estar conteniendo hacía horas. -¡Ibolya! - le dijo corriendo hacia ella - ¿Donde has estado?,  nos tenías preocupados. - Observó su aspecto desaliñado. - ¿Que te ha pasado hija? - Estaba temblando.  Tenía el pelo alborotado y lleno de ramitas, la ropa sucia, las manos embarradas y lágrimas resecas cruzaban su rostro.
- Unos lobos me atacaron en el bosque. - Apenas pudo hablar conteniendo el temblor en su voz.
- ¿Estás herida? - le preguntó su padre acercándose rápidamente a ella.  Negó con un gesto. - Ven, acércate al fuego. Tienes que entrar en calor. - Se reunieron los tres frente al hogar.  Ibolya les relató lo que había ocurrido. Al llegar al punto en que el desconocido le salvó la vida, sus padres parecieron extrañados, no reconocieron al misterioso hombre debido a los pocos detalles que sabían de él.  Lo que no comprendían era que un vecino del poblado la hubiera tratado de manera tan ruda.  Debía tratarse de un extranjero. 
Pasaron un rato más con ella junto al fuego, curando los arañazos que se había hecho con las ramas de los arbustos y en sus numerosas caídas de vuelta a casa y después se fueron a dormir.  Necesitaban descansar después de lo ocurrido.

En otro lugar no muy lejos de allí, en la cima de una montaña rodeada por el espeso bosque, se alzaba un viejo torreón.  Una sombra oscura atravesó las gruesas puertas de roble y cerró tras su paso dejando el frío del invierno fuera.  Las antorchas aun ardían en el interior.  Se acercó a coger una y la débil iluminación reveló el cuerpo alto y delgado de un hombre.  El rostro era de un joven de menos de treinta años, moreno y de ojos verdes, llevaba el cabello suelto y largo por debajo de los hombros.  Ningún rastro de barba escondía sus facciones.  Era atractivo, de rasgos fuertes y mirada penetrante.  Se deshizo de la pesada capa de pelo que le servía de abrigo y dejó a la vista unos hombros anchos y una cintura estrecha, un cuerpo moldeado por el duro trabajo.  Su rostro estaba muy serio.  Observó la sala a su alrededor, alerta, escuchando, buscando algún intruso que hubiera entrado en su ausencia.  Cuando se aseguró de no ver ni oír a nadie, avanzó acercándose a las escaleras que subían.  Ascendió lentamente, sin prisa, hasta el piso de arriba.  Allí, se acercó a la puerta más cercana y entró en la estancia que escondía, cerrando tras él.  El silencio se adueñó del lugar. 

Ibolya. Capítulo 1.

Estaba anocheciendo.  Sin darse cuenta había estado paseando por el bosque más tiempo del debido.  Su excursión recolectando setas la había llevado lejos de su poblado.  Miró a su alrededor.  Casi no podía distinguir nada entre las sombras de los inmensos árboles a pesar de haber una gran luna en el cielo.  Los bosques en aquella tierra del norte eran espesos.  Sintió un ligero vacío en el pecho, algo de temor a la oscuridad se abría paso hasta su mente.  Estuvo a punto de dejar caer la cesta que llevaba al comprender que podía perderse en aquella oscuridad.  Reanudó el paso desandando su camino.  Oscurecía rápidamente, cada vez distinguía menos detalles.  Aceleró sus pasos, casi corría ahora.  Escuchó el ulular de un búho, un animal nocturno que le indicaba que debería estar ya en casa. Tropezó.  Sus ojos no pudieron ver la raíz que salía de la tierra y se había enredado en su pie.  Cayó al suelo.  La cesta rodó y se perdió de su vista.  Sintió un dolor en la rodilla, seguramente se habría rascado la piel al caer.  Se levantó espolsando sus manos de la tierra que se le había quedado pegada.  Miró a su alrededor, ya no se veía nada...  Avanzó con los brazos por delante intentando evitar tropezar.
 Escuchó un aullido, ¡eran lobos! El terror se apoderó de su mente.  Un pequeño grito escapó de sus labios y se arrepintió enseguida temiendo atraer a las bestias hacia ella.  Empezó a correr de nuevo, tropezando y chocando a cada instante con algún árbol o arbusto.  Sintió sus mejillas mojadas y se dio cuenta entonces que estaba llorando.  Los aullidos de los lobos se acercaban, ¡la estaban siguiendo!  Volvió a caer al suelo, se arrastró para continuar avanzando así.  Llegó a un pequeño claro en el bosque que le permitía ver algo.  Se levantó y entonces les vio, frente a ella.  Tres lobos enormes le cerraban el paso.  Gimoteó al verlos y retrocedió horrorizada.  Pero un ruido a su espalda la hizo volverse y detenerse donde estaba.  Más lobos se acercaban desde esa dirección.  Estaba aterrorizada. Se agachó y buscó un palo para intentar defenderse aunque le parecía inútil frente a aquellos afilados colmillos.  Los lobos se acercaron gruñendo a ella.  Blandió el palo a izquierda y derecha intentando alejarlos, las lágrimas nublaban su vista.  Pero no se dejaban intimidar por ella.  Una chica de veintiún años, pequeña y menuda  no era rival para ellos.  Los lobos se lanzaron a la carrera hacia ella y gritó cerrando los ojos inconscientemente y encogiéndose en el suelo.  ¡Iba a morir! Pero entonces los escuchó aullar de dolor.  Algo se enfrentaba a ellos.  Abrió los ojos pero todo lo que distinguía en aquella casi completa oscuridad era una sombra humana masculina y grande que se movía a gran velocidad entre ellos lanzándolos por los aires y golpeándolos con fuerza.  Alguien la estaba defendiendo y le había salvado la vida.
La lucha duró lo que a ella le pareció una eternidad.  Los lobos chillaban y gruñían a su alrededor enfrentándose a su salvador.  Hasta que finalmente salieron huyendo.  La sombra que la había salvado se acercó a ella.  Era un hombre alto, delgado, con el pelo largo aunque no podía distinguir de que color.  Llevaba una gruesa capa a su alrededor.  Se detuvo frente a ella. - Sal de aquí - Su voz era grave y con un tono nada amistoso, no se esperaba algo así de quién acababa de salvarla. -¡Vamos! - le chilló al ver que no reaccionaba.  Se levantó dando traspiés y corrió todo lo que pudo alejándose de aquel desagradable desconocido.
Vagó por el bosque tropezando a cada instante y sin poder contener las lágrimas, temiendo encontrarse de nuevo con los lobos y que esta vez sí acabaran con ella.  Pero finalmente, después de lo que le pareció una eternidad, vio un resplandor filtrarse entre los árboles y reconoció su poblado.