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martes, 28 de junio de 2016

Ibolya. Capítulo 2

Entró temblando en su casa.  Se quedó plantada en la entrada mientras sus padres se volvían alertados al oír abrirse la puerta.  Su madre soltó un suspiro que parecía estar conteniendo hacía horas. -¡Ibolya! - le dijo corriendo hacia ella - ¿Donde has estado?,  nos tenías preocupados. - Observó su aspecto desaliñado. - ¿Que te ha pasado hija? - Estaba temblando.  Tenía el pelo alborotado y lleno de ramitas, la ropa sucia, las manos embarradas y lágrimas resecas cruzaban su rostro.
- Unos lobos me atacaron en el bosque. - Apenas pudo hablar conteniendo el temblor en su voz.
- ¿Estás herida? - le preguntó su padre acercándose rápidamente a ella.  Negó con un gesto. - Ven, acércate al fuego. Tienes que entrar en calor. - Se reunieron los tres frente al hogar.  Ibolya les relató lo que había ocurrido. Al llegar al punto en que el desconocido le salvó la vida, sus padres parecieron extrañados, no reconocieron al misterioso hombre debido a los pocos detalles que sabían de él.  Lo que no comprendían era que un vecino del poblado la hubiera tratado de manera tan ruda.  Debía tratarse de un extranjero. 
Pasaron un rato más con ella junto al fuego, curando los arañazos que se había hecho con las ramas de los arbustos y en sus numerosas caídas de vuelta a casa y después se fueron a dormir.  Necesitaban descansar después de lo ocurrido.

En otro lugar no muy lejos de allí, en la cima de una montaña rodeada por el espeso bosque, se alzaba un viejo torreón.  Una sombra oscura atravesó las gruesas puertas de roble y cerró tras su paso dejando el frío del invierno fuera.  Las antorchas aun ardían en el interior.  Se acercó a coger una y la débil iluminación reveló el cuerpo alto y delgado de un hombre.  El rostro era de un joven de menos de treinta años, moreno y de ojos verdes, llevaba el cabello suelto y largo por debajo de los hombros.  Ningún rastro de barba escondía sus facciones.  Era atractivo, de rasgos fuertes y mirada penetrante.  Se deshizo de la pesada capa de pelo que le servía de abrigo y dejó a la vista unos hombros anchos y una cintura estrecha, un cuerpo moldeado por el duro trabajo.  Su rostro estaba muy serio.  Observó la sala a su alrededor, alerta, escuchando, buscando algún intruso que hubiera entrado en su ausencia.  Cuando se aseguró de no ver ni oír a nadie, avanzó acercándose a las escaleras que subían.  Ascendió lentamente, sin prisa, hasta el piso de arriba.  Allí, se acercó a la puerta más cercana y entró en la estancia que escondía, cerrando tras él.  El silencio se adueñó del lugar. 

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